En la versión moderna del relato bíblico de la creación, Eva cae en la tentación de enviar un whatsapp a Adán. Desde ese momento, ambos se enganchan a las redes sociales y son expulsados del paraíso terrenal, condenados a vivir eternamente en un mundo virtual de fotos que marcan tendencia, vídeos y mensajes cortos, likes, influencers y fake news.
En el mundo actual existen más teléfonos móviles en uso que habitantes. Además, una mayoría de europeos percibimos que, a los dos o tres años desde su compra, nuestros dispositivos ya están obsoletos, y decidimos cambiarlos aunque funcionen.
La tecnología digital es, quizás, la máxima expresión del consumismo sin límites dominante en las sociedades actuales. No se suele hablar del impacto que el mundo digital tiene en el clima porque los móviles, tabletas y ordenadores carecen de tubos de escape y los centros de datos no exhiben chimeneas que emanen gases tóxicos de efecto invernadero. Quizás por esa imagen de negocios limpios, las empresas tecnológicas suelen estar incluidas en el portfolio de los fondos de inversión supuestamente sostenibles que los bancos comerciales ofrecen a sus clientes. Sin embargo, según el Borderstep Institute, las tecnologías digitales contribuyen entre un 1,8% y un 3,2% al total de emisiones de CO2, muy por encima de sectores como la aviación. El motivo de la falta de precisión en el dato anterior radica en las dificultades para medir de principio a fin las emisiones de las telecomunicaciones, dada la naturaleza distribuida de Internet, así como en una cierta opacidad por parte de los gigantes del mundo digital (Google, Microsoft, etc).
¿Por qué el uso diario que hacemos de la tecnología y las redes sociales contribuye al calentamiento global? Hay tres vectores generadores de emisiones: el ciclo de vida del hardware (desde su fabricación hasta su desecho, al que todavía le falta mucho para ser circular), el enorme consumo de electricidad en los centros de procesamiento de datos, y la gran demanda de agua para refrigerar las infraestructuras digitales y de telecomunicaciones.
Según Statista,
actualmente existen más de 10.000 centros de datos en todo el mundo, que
hacen posible el funcionamiento de servicios de Internet, como el correo
electrónico, redes sociales, aplicaciones de streaming de vídeo,
comercio electrónico, juegos en red, videoconferencia, alojamiento de
aplicaciones en la nube y, más recientemente, la inteligencia artificial. Cada centro
alberga enormes cantidades de servidores con potentes procesadores, sistemas
distribuidos de almacenamiento de datos e infraestructuras de comunicación que
posibilitan la continua circulación masiva de datos alrededor del mundo. El crecimiento
actual del tráfico digital es casi exponencial; en 2020 se
incrementó el 40%, debido a la pandemia, y el auge de la inteligencia
artificial, cuyos algoritmos multiplican por diez la demanda de procesado de datos
respecto a una búsqueda estándar en Google, está dando continuidad al ritmo de
crecimiento vertiginoso. Mantener vivo el mundo digital requiere ingentes
cantidades de energía eléctrica para el funcionamiento de las infraestructuras,
pero también, para refrigerar los centros de datos, sometidos al calentamiento
generado por cientos o miles de dispositivos en funcionamiento ininterrumpido. Además,
los sistemas de refrigeración, necesitan agua para funcionar, recurso que se suele
extraer de reservas fluviales ya sometidas de por sí a un fuerte estrés
hídrico.
En definitiva, cualquier actividad que realizamos en
Internet tiene un impacto, invisible para nosotros, que contribuye a aumentar
la demanda de agua y de electricidad. Para hacernos una idea cuantitativa aproximada,
dedicar dos horas al día a ver contenido de Netflix equivale, en términos
energéticos, a conectar un segundo frigorífico en casa, aunque el consumo
asociado no llegue a nuestra factura doméstica.
En su hoja de ruta de descarbonización, el sector
tecnológico está realizando grandes inversiones para reducir el impacto de sus
actividades: dispositivos más eficientes energéticamente, estrategias de migración
de servidores a la nube, donde sólo se habilitan los recursos que consumen las
aplicaciones, disminución de las necesidades de refrigeración optimizando los
espacios físicos o utilización de soluciones renovables de autoconsumo (solares
y eólicas) para los grandes centros de datos son algunas de las acciones más
significativas. Como ocurre en otros sectores, la transición energética también
genera nuevas oportunidades en instalaciones clausuradas por su dependencia con
los combustibles fósiles. Es el caso de antiguas minas de carbón, que podrían
albergar nuevos centros de datos más eficientes en el uso de recursos, al
tiempo que se dinamizan las comarcas afectadas por el cierre de la anterior
industria. A pesar de todos los avances mencionados, las empresas tecnológicas
están rebajando sus objetivos iniciales de reducción de emisiones ya que, ante el
imparable incremento de demanda de sus servicios, es imposible lograr la
neutralidad por muchos esfuerzos que se hagan en eficiencia y autoconsumo
energético.
Proyecto Pozo de San Jorge en Aller. Imagen cortesía de Idepa, Gobierno del Principado de Asturias. Las antiguas minas de carbón podrían albergar centros de datos de tamaño medio en los que se consiguiera un uso más eficiente de recursos. Aprovecharían las aguas subterráneas de antiguas minas inundadas, y utilizarían un sistema de bombeo para crear un circuito de refrigeración en profundidad, mucho más eficiente que los sistemas convencionales de refrigeración. Este tipo de proyectos piloto se están financiando con los fondos europeos de recuperación, en el marco de una transición energética justa para regiones mineras y de industria pesada basada en combustibles fósiles. Asimismo, buscan atraer inversiones del sector privado para acometer proyectos más ambiciosos que contribuyan a los objetivos de descarbonización del sector tecnológico.
Por otro lado, no todos los tipos de información y canales demandan la misma cantidad de recursos. A mayor volumen de información intercambiado, mayor impacto. Es decir, el almacenamiento y distribución de vídeo, en especial si es en tiempo real para aplicaciones de streaming o videoconferencia, genera una huella de carbono mucho mayor que las imágenes y fotos, y por supuesto, que mensajes de texto. Por eso, un minuto de actividad en Tiktok genera casi el triple de emisiones que el mismo tiempo en Instagram, y cuatro veces más que Linkedin o X. Además, el procesamiento de la información es el factor que, a día de hoy, más está impulsando la ampliación y apertura de nuevos centros de datos. La inteligencia artificial, en todas sus variantes, requiere potentes procesadores que ejecuten algoritmos para enseñar y entrenar a los sistemas. Algo parecido se puede decir de las criptomonedas, la realidad aumentada, el metaverso, el internet de las cosas y tantos avances digitales que, de forma vertiginosa y, a menudo, caótica, irrumpen en nuestras vidas y se muestran insaciables en la demanda de nuevos recursos energéticos y materiales.
Al mismo tiempo, se da la paradoja de que la tecnología
digital se ha convertido en una herramienta imprescindible para lograr
la ansiada descarbonización. Gracias a ella se ha instaurado el
teletrabajo en muchos empleos, reduciendo las necesidades de movilidad de personas
y aliviando las congestiones de tráfico en las ciudades. El big data permite
a los científicos desarrollar modelos numéricos avanzados para entender los
patrones de cambio climático y a las autoridades para definir estrategias de
adaptación. La eficiencia energética se sirve de soluciones digitales avanzadas
para proyectos ambiciosos como las ciudades o los edificios inteligentes.
Podríamos continuar con una lista inacabable de ejemplos en los que las
soluciones al cambio climático precisan de en un uso intensivo de sistemas de
información digital.
Es necesaria una inteligencia colectiva que nos permita
integrar la tecnología como aliada para construir un mundo mejor, en lugar de
un elemento de alienación y agravamiento de los desafíos del siglo XXI.
Septiembre es un mes ideal para pasar tiempo en las plazas,
en los parques, en las calles volviendo a encontrarnos con personas cercanas
después de la jornada de trabajo o de las primeras clases tras el arranque del
curso. Olvidemos el móvil en casa para centrarnos en nuestras relaciones
sociales de verdad, las que se producen en el ágora pública, cara a cara.
Seguro que cualquier cosa que ocurra, durante ese tiempo, en el mundo virtual podrá
esperar, o incluso se desvanecerá en las nubes digitales hasta desaparecer tras
nuestra falta de atención.