jueves, 14 de julio de 2022

Resiliencia

 Últimamente es difícil encontrar razones para el optimismo en la crisis climática. Durante las últimas semanas, se han sucedido 3 hechos relevantes en distintas zonas del planeta que suponen un frenazo para los compromisos de descarbonización firmados en el Acuerdo de París. Por un lado, tenemos el anuncio de China de seguir incrementando el uso de carbón para la generación de electricidad como garantía para atender su creciente demanda energética. Hay que recordar que, actualmente, China es el primer emisor de gases de efecto invernadero a nivel mundial, con un 27% de las emisiones totales, y eso a pesar del espectacular despliegue de energías renovables que ha realizado en los últimos años, puesto en el que también China ocupa el primer lugar.

Muy lejos de allí, desde la otra gran potencia económica mundial, los Estados Unidos, nos ha llegado la noticia de que el Tribunal Supremo ha limitado la capacidad del actual gobierno americano para obligar a las plantas térmicas que utilizan carbón a reducir sus emisiones. Se trata de un movimiento legal en el que se mezclan los intereses políticos del Partido Republicano con los intereses económicos del lobby del carbón, aún muy fuerte en EEUU.

Y, por si teníamos la tentación de pensar que Europa podía actuar de contrapeso ante tanto despropósito, el Parlamento Europeo ha aprobado la propuesta de la Comisión de considerar la energía nuclear y el gas natural como energías verdes. De esta manera, la taxonomía europea, que pretende ser una guía para inversores en la transición a una economía verde, incluye las centrales nucleares y de gas como inversiones sostenibles con etiqueta verde. Dejando aparte el controvertido y antiguo debate sobre la energía nuclear, no hay duda de que el gas natural es un combustible fósil, formado básicamente por metano, un potente gas de efecto invernadero y, por tanto, forma parte del problema del calentamiento global y no de la solución. En los últimos años ha habido intensas campañas para convencer a la sociedad de que las tecnologías de gas para generación de energía son limpias y sostenibles, pero en los cálculos nunca se incluyen datos tan cruciales como las emisiones derivadas de las fugas en los gasoductos, la dependencia de terceros países para el abastecimiento o la imposibilidad de cumplir con los acuerdos de descarbonización teniendo al gas natural como principal vector energético. El propio nombre, gas natural, forma parte de una intensa campaña de marketing, es algo así como si denomináramos “mineral natural” al carbón para lavar su imagen.


Mientras tanto, la realidad climática de nuestro entorno es tozuda. La sequía, combinada con olas de calor cada vez más apocalípticas, va haciendo mella en los recursos hídricos, en las cosechas o en los bosques. Los incendios forestales, respuesta natural en forma de muerte violenta ante un clima que ya no es aquel en el que nacieron los ecosistemas que conocemos, se extienden de forma virulenta por toda la península. También el estado de ánimo de aquellos que impulsamos alternativas para una sociedad libre de emisiones de carbono se ve afectado, e incluso hemos puesto nombre a este nuevo problema psicológico; lo llamamos ecoansiedad, aunque no estoy seguro de que el término describa exactamente la mezcla de tristeza, enfado y miedo que provoca todo lo anterior.

En un mundo cambiante y expuesto a tantos desafíos (la mayoría creados artificialmente por el ser humano) la palabra resiliencia se escucha mucho. Se trata de adaptarnos a las nuevas realidades, también a la del calentamiento global, para poder seguir viviendo con ellas. Se dice que, visto que no seremos capaces de apaciguar la crisis climática, tendremos que adaptarnos a ella con resiliencia.

Escribo estas líneas desde el tren, en plena ola de calor, mientras atravieso extensos campos de secano de la España vaciada abrasados por el infernal sol de la tarde y los más de 40ºC de temperatura, y me pregunto qué significa la palabra resiliencia para las personas que aún se resisten a abandonar el entorno rural. Seguramente, pocas de ellas conozca el significado de la palabra y, sin embargo, la aplican mucho mejor que cualquier experto en la materia que acude a debates virtuales a través de Zoom desde su sala de trabajo en la gran ciudad. ¿Qué resiliencia deben aplicar aquellos que pierden sus cultivos por la desertificación? ¿O quienes no disponen de aire acondicionado en sus casas en las poblaciones que superan los 44ºC de temperatura? ¿o quienes ya no encuentran pesca en lo deltas de los ríos porque el aumento del nivel del mar y la salinidad acabó con todos los peces? Resiliencia en un contexto de cambio climático significa miseria, hambre, emigración, sufrimiento y desesperanza. Y en el lado de los menos afectados significa crisis, cierre de fronteras, escasez de recursos, incertidumbre y perdida de seguridad.


No me gusta la palabra resiliencia porque se parece demasiado a resignación. Afortunadamente, entre tanto problema, también hay razones para la esperanza: los planes de descarbonización ya son prioritarios en las agendas de muchos gobiernos y empresas, la transición hacia las energías renovables es imparable y, sobre todo, hay mucha, mucha gente, comprometida con una visión del mundo libre de combustibles fósiles y gases de efecto invernadero. Ayudémosles a hacerlo realidad, cada pequeño gesto cuenta, a estas alturas todos/as sabemos cómo hacerlo.


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