Hace poco pude comprobar que el lince ibérico no acostumbra a esconderse de la mirada del resto de animales con los que comparte ecosistema, ni siquiera del ser humano, a pesar de que éste último estuvo a punto de llevarle a la extinción. El mismo instinto natural de depredador que posee le da una confianza total en su superioridad. Al situarse en la cúspide de la pirámide alimenticia, no tiene ningún otro depredador natural a quien temer. Observando su belleza, la agilidad y elegancia de sus movimientos, la seguridad en sí mismo cuando vigila el entorno, me inquieta comprender lo ajeno que vive a su vulnerabilidad como especie. En realidad, los linces están a merced de que los seres humanos sigamos apostando e invirtiendo en conservar los ecosistemas que necesitan para su delicado sustento.
En cierto modo, los seres humanos compartimos con el lince
el mismo instinto natural de superioridad, que hemos llevado al extremo durante
las últimas décadas. Lo fiamos todo a nuestra inteligencia, a las tecnologías
que hemos desarrollado y a un sistema económico y social basado en el sometimiento
de las fuerzas de la naturaleza a nuestro antojo. Creemos tener todo bajo
control y, por lo general, ignoramos las señales que nos avisan de nuestra
vulnerabilidad; la realidad biológica es que somos sólo una especie más,
relevante sí, pero totalmente prescindible para asegurar la continuidad de la
vida en La Tierra.
A pesar de estar en la cúspide, hace poco hemos recibido un
zarpazo inesperado en forma de pandemia. Inesperado para todos menos para los
científicos que llevaban varios años alertando de los peligros de la zoonosis(1)
en lugares del mundo donde los humanos conviven con especies portadoras de
virus y en ecosistemas simplificados en exceso; inesperado a pesar de conocer que
la globalización puede transmitir enfermedades de un punto a otro del planeta
casi a la misma velocidad que enviamos mensajes de whatsapp.
Vivimos tiempos de desconcierto desde hace demasiados meses
debido a la pandemia, pero la realidad es que existe una amenaza mucho mayor
que el coronavirus, siempre al acecho y dispuesta a mostrar sus garras en
cualquier momento. Dicha amenaza no se esconde, sobrevuela continuamente
nuestras cabezas y vemos indicios cada vez más evidentes de ella en todos los rincones
del planeta. La llamamos cambio climático, o calentamiento global, y conocemos
mucho sobre su manera de actuar. Cada cierto tiempo vemos en las portadas de
los informativos noticias sobre olas de calor insólitas, lluvias torrenciales
devastadoras o incendios monstruosos sin precedentes, casi todos atribuibles a
la subida global de las temperaturas y a los cambios acelerados que está
sufriendo el clima. Nos hemos acostumbrado, durante unos días nos preocupan,
pronunciamos frases expiatorias y vacías del tipo “Es que nos estamos cargando
el planeta” y, si tenemos la suerte de que no nos han tocado de cerca, nuestra
vida sigue adelante como si no hubiera pasado nada, la economía y nuestros
proyectos personales continúan guiando todas las deciciones. Seguimos
mostrándonos seguros y arrogantes ante la naturaleza, de la misma manera que se
pasea el lince, a plena luz del día, por las dehesas de Sierra Morena.
De entre todos los efectos que tiene la subida global de las
temperaturas, el más peligroso y cruel me parece el de la desertificación del
territorio, como consecuencia de la acumulación de sequías y de veranos cada
vez más intensos y prolongados. Quizás haber nacido lejos del mar y en tierra
de secano influye en mi percepción pero, es un hecho que la aridez gana terreno
con paso firme en muchos paisajes mediterráneos. Su avance es sutil, pero
continuado, y pasa desapercibida para la mayoría de la gente.
El verano de 2020 ha marcado en España registros de temperaturas muy por encima de la media de la serie histórica, como ocurre desde hace bastantes años. Y ello no se debe únicamente a episodios concretos y aislados de calor extremo, sino sobre todo a unas temperaturas que presentan una anomalía cálida continuada durante gran parte del período estival. Este efecto se aprecia más claramente en el interior peninsular, en casi cualquier observatorio meteorológico de la meseta. Durante el período central del verano, las temperaturas máximas han estado por encima de la media durante más de 50 días seguidos en gran parte del interior. Así, como le sucede a una presa a la que su cazador va ahogando e inmovilizando sutilmente durante mucho tiempo, nuestro territorio sufre y se reseca paulatinamente. El paisaje y los ecosistemas se resienten, e incluso encinas, alcornoques y otras especies bien adaptadas a los rigurosos veranos de nuestras latitudes acaban, en muchos casos, sucumbiendo a la sequía y al intenso calor. De esta manera, el paisaje árido se va abriendo camino, de sur a norte, mientras la mayoría de nosotros permanecemos ajenos, ya que no se trata de un proceso súbito y violento que abra portadas de informativos. Sencillamente, nos hemos acostumbrado a que haga más calor en verano y no le damos mayor importancia. Más de dos tercios de España es vulnerable a los efectos de la desertificación, según Reforesta, y eso incluye el descenso acusado en el caudal de los ríos. El caso más claro lo encontramos en el río Tajo, fuertemente afectado por el descenso de la pluviosidad, la mayor evaporación de sus reservas de agua y, sobre todo, por un trasvase que lo desangra casi desde su nacimiento. Hay expertos que apuntan a que en 20 o 30 años podríamos estar ante un río Tajo intermitente, que llegaría a secarse por completo en algunos tramos durante el verano.
Cuando muchas personas y asociaciones, como the Climate
Reality Project, hablamos de la necesidad urgente de actuar ante la emergencia
climática, no lo hacemos pensando en salvar el planeta, o algunas especies
animales exóticas. Más bien tenemos en la retina nuestros paisajes más
cercanos, también los pueblos o ciudades que habitamos, y las personas que nos
rodean, a las que deseamos un futuro, por lo menos, tan próspero como el que
nosotros hemos recibido. Un futuro que está claramente amenazado en la
península ibérica por la desertificación.
(1) Según definición
de news-medical, zoonosis es cualquier enfermedad que se transmite de los animales
a los seres humanos. La transmisión ocurre cuando un animal infectado con las
bacterias, los virus, los parásitos, y los hongos entra en el contacto con los
seres humanos. Sobre 200 enfermedades se clasifican actualmente como zoonosis.
Muchas gracias, David, por este artículo que conecta con nuestra supervivencia y, en especial, con la supervivencia en nuestro territorio más cercano. Me quedo sorprendida de la cantidad de días que hemos estado por encima de las temperaturas medias en verano... y me gustaría ver curvas como estas y datos como estos en las portadas de los noticieros porque también son amenazas para nuestra salud.
ResponderEliminarGracias María por tu comentario. Cierto, debería informarse más y mejor al público de las cadenas generalistas acerca de los riesgos a los que estamos expuestos con la crisis climática
EliminarMuy interesante el artículo David.
ResponderEliminarUna pregunta, en cuanto al nivel de precipitaciones, también se nota el descenso año a año, por ejemplo en la misma zona del centro de la Península, no?
Hola, Isam. En las precipitaciones, no se detecta un descenso generalizado, sino más bien un cambio en la distribución de las mismas. Menos episodios de lluvia, pero más intensos. No obstante, faltan estudios más detallados sobre el impacto del cambio climático en el patrón de precipitaciones en la península.
EliminarSomos linces arrogantes... ¡Me ha encantado la comparación!
ResponderEliminarJa, ja. ¡Muchas gracias Pilar!
Eliminar😀😀
ResponderEliminar