Desde varios días antes del
fatídico 29 de octubre, los pronósticos meteorológicos apuntaban con claridad a
una semana muy complicada de precipitaciones en el mediterráneo peninsular,
especialmente en la Comunidad Valenciana. El día 28 ya se habían acumulado
cantidades de precipitación superiores a los 100 l/m2 en varios observatorios
de Castellón y Mallorca, y el pronóstico para el 29 era claramente peor. No soy
meteorólogo, pero llevo muchos años siguiendo a diario las predicciones, y
también conozco en profundidad la nueva realidad climática a la que el mundo se
enfrenta. Como un animal salvaje antes de un terremoto, intuía el peligro, como
tantas veces en los últimos años. Y, de nuevo, el mismo torrente de preguntas,
generadoras de ecoansiedad, me asaltaban. ¿Debo avisar a mi red de contactos del
riesgo? ¿Y si me equivoco? ¿Quién soy yo para interrumpir la cotidianeidad de
la gente con mis miedos? ¿Cómo puede la gente seguir con su vida , como si no
pasara nada, cuando el cambio climático y el resto de crisis ambientales pueden
poner patas arriba todo lo que amamos? Y, como tantas veces, acabó el día 28 y
no dije nada.
El día 29, a primera hora, como
cada día laborable, encendí mi ordenador portátil algo antes de las 9 para
empezar mi jornada laboral. Como hago habitualmente desde hace décadas,
consulté la web de la Aemet antes de empezar a trabajar. Vi el aviso rojo por
precipitaciones intensas en la provincia de Valencia, con acumulaciones en
torno a 180 l/m2, en zonas densamente pobladas cercanas al núcleo urbano de
Valencia. Y entonces no dudé, escribí en el grupo de whatsapp en el que
comparto compromiso climático con muchas otras personas, entre ellos muchos
valencianos. No era el único que estaba al tanto de la situación. Durante la
mañana, el grupo fue un hervidero de mensajes de alerta, vídeos con las
primeras torrenteras y los primeros desbordamientos. Mientras tanto, la vida seguía
como si nada, en los centros de trabajo, en colegios e institutos, en centros
comerciales, con la cotidianeidad de un martes de finales de octubre. Sólo la
Universidad de Valencia intuyó el
peligro y suspendió las clases, de algo sirve estar cerca de quien más sabe de
ciencia. La prensa seguía destacando en portada el caso Errejón, y también
comentaba la rabieta del Real Madrid por no llevarse el balón de oro al mejor
jugador. Después, encontré innumerables artículos de opinión centrados en la
bronca política, escritos desde las habituales trincheras ideológicas. Sólo si uno
seguía deslizando el ratón más hacia abajo, se podía leer una notica acerca de
los avisos de precipitaciones intensas en el mediterráneo. El aviso estaba ahí,
pero no se valoró el riesgo adecuadamente, ni por parte de las
autoridades, ni de los medios de comunicación ni de la ciudadanía, nadie se
acordaba de que vivimos tiempos de emergencia climática, declarada en España en
enero de 2020, siguiendo la estela del Reino Unido y muchos otros países. Y
cuando se reaccionó, ya era tarde para mitigar las consecuencias y proteger a
la población.
Lo que pasó después es de sobra
conocido, una vez el foco mediático apuntó a lo que estaba ocurriendo en
Valencia. Ahora, todo el mundo está interesado en la opinión de los expertos, y
se activa la solidaridad para ayudar. También se buscan culpables, y todos nos
preguntamos cómo ha sido esto posible.
¿Despertaremos después de lo
sucedido y tomaremos conciencia de la realidad climática que nos toca vivir?
¿Nos comprometeremos de verdad con la descarbonización y con el abandono
definitivo de los combustibles fósiles? ¿Interiorizaremos que vivimos tiempos
de emergencia climática, y que hay que tomar precauciones? La gota fría forma
parte del clima Mediterráneo, pero la temperatura excesivamente cálida del mar
Mediterráneo causada por el calentamiento global amplifica su intensidad hasta
límites devastadores.
Mi compromiso es seguir
divulgando lo que sé acerca de la crisis climática, por si tenemos la tentación
de olvidarla. Ahora sé que más vale resultar pesado y equivocarse en alguna
ocasión, que callar y lamentarse después por no haber hablado alto y claro.